El asesino no tenía nombre. O, mejor dicho, tenía muchos nombres, que es aún peor que no tener ninguno. En aquella ocasión se hacía llamar «señor Luna». Era un nombre tan bueno como cualquier otro, corto y fácil de recordar, lo que en la clase de trabajo que él llevaba a cabo resultaba muy conveniente. El señor Luna era joven, no más de treinta años, de mediana estatura, pelo negro, muy corto, y un rostro agradable y atractivo. Cualquiera le hubiese tomado por un universitario, o por un amable ejecutivo, pero había algo en su mirada, un extraño brillo duro y frío como el hielo, que desmentía aquella primera impresión.