Cómodamente instalado en el corazón mismo de la cada vez más confortable caverna digital, el espectador contemporáneo ha acabado aceptando como perfectamente naturales un nuevo tipo de imágenes que, hasta hace bien poco, eran consideradas como prácticamente imposibles (cuando no directamente impracticables). Imágenes, aquí definidas como cronoendoscópicas, que en su hiperrealista determinación vendrían a ampliar hasta límites realmente insospechados las posibilidades estéticas, narrativas y conceptuales del trampantojo en su acepción más inmersiva y extrema.
Imágenes capaces en definitiva de permitirnos contemplar al hipervisualizable detalle y más allá de cualquier limitación espacio-temporal desde el virtualizado vuelo de una mosca hasta la trayectoria de una bala, pasando por el funcionamiento de las sinapsis neuronales, los procesos cancerígenos, la gestación de la vida humana en vertiginoso plano-secuencia, las experiencias alucinógenas, las percepciones extrasensoriales, las visiones post-mortem, los laberintos de la memoria, los abismos de la locura, el pensamiento robótico, las paradojas cuánticas, la teoría del Big Bang, el evolucionismo argumentado a la carrera, las mutaciones socio-urbanísticas, e incluso la recreación en primera persona de todo el horror vivido por las víctimas de tragedias como la del 11-S.
Intuidas e incluso primigeniamente ensayadas por cineastas como Murnau, Gance, Hitchcock o Welles, las cronoendoscopias son hoy moneda corriente tanto en las filmografías de directores como Spielberg, Nolan, Fincher, Michael Bay, los Wachowski, Bekmambetov, Aranofsky, Lynch, Cronenberg, Malick, Cuarón, Gondry, Von Trier, Gaspar Noé, Mamuro Oshii, Haneke, Chris Marker, Sokurov o Tarkovski, como en series tan populares como C.S.I., House, Bones o Fringe.