Me he referido en otra ocasión a la ética de nuestro tiempo como una «ética sin atributos», robándole el título a la famosa novela de Robert Musil.7 Desde Kant, nuestra ética se fundamenta en la autonomía del sujeto como ser racional, un sujeto al que se supone la capacidad de decidir por sí mismo qué debe hacer si se toma la molestia de reprimir los impulsos y guiarse por la razón. La nuestra no es una ética católica, islámica o evangélica, ni tampoco una antiética nietzscheana. Lo que nos une es una jerarquía de valores y principios, que pretendemos universales, y que, por lo mismo, son abstractos y laicos; no han sido decretados por ninguna fe concreta, los hemos abrazado porque pensamos que deben sostenerse como tales. Esa ética sin atributos desasosiega y desconcierta, ofrece pocas seguridades y muchas incógnitas, nos hace más responsables porque también nos reconoce como más libres. Es la antítesis de la máxima evangélica «la verdad os hará libres», porque la verdad no es patrimonio de nadie y, en todo caso, si existe alguna verdad, ésta siempre tiene una formulación muy poco precisa, abierta a más de una interpretación. Basta releer las «verdades que consideramos autoevidentes» que encabezan la Constitución de Estados Unidos de 1776: «Que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre los cuales están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.» Eliminada la alusión al «Creador» como un vestigio de otros tiempos, ¿qué hacemos con los derechos inalienables, hoy ampliamente reconocidos?, ¿cómo hay que interpretarlos?, ¿a qué obligan?, ¿no es cínico seguirlos proclamando ante una crisis como la de los refugiados?
7 Victoria Camps, El declive de la ciudadanía, PPC, Madrid, 2010.