Sin embargo, y al detectar mi temprana inclinación hacia las historias, los relatos y la fantasía, mis padres comenzaron a comprarme libros, que me entregaban con el gesto exacto con que un cuidador del zoológico arrojaría peces tumefactos o paquetes con menudos de pollo a un oso encerrado en una jaula. Lo hacían con amor hacia su trabajo y hacia la criatura que les tocaba alimentar, pero también como si le estuvieran ofreciendo algo ajeno a su propia constelación de experiencias o deseos. Algo que, por alguna razón, estaba destinado a seres de otra especie.
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