noté que, dependiendo del ángulo, el rostro de elGran Terremoto se tornaba conocido de una u otra manera, aunque no se supiera exactamente de dónde. Como si te saliera al paso un espejo después de algún tiempo de no asomarte ni en un charco; o como si un buen amigo te dejara husmear en un álbum familiar anterior a su nacimiento, y entonces, sin que fuera necesario conocer a toda esa gente de las fotografías en persona, pudieras encontrar algo de tu amigo en las narices, o en las sonrisas, o en las pestañas, o en la manera de apagar velas del pastel, de despertar en el asiento trasero de un auto, de posar junto a monumentos, de enderezarse justo para ese instante, de asustarse frente a la jaula de los tigres, de lavar sus autos con manguera, de mudarse, o de recibir diplomas, almohadazos, rebanadas de sandías, un pase para gol, el asa de una canasta, las axilas de un gato, de un perro, de un bebé, de un pavo crudo, suéteres vacíos, cuellos de guitarra, orejas de tazas, lomos de almanaques, de novias, de su abuela y de su abuelo, de sus tías y su padre niño, su madre estudiante, novia, convaleciente de una cesárea, justo antes de que la enfermera le entregara a ese amigo tuyo, o de cualquiera, no importa, todo el mundo en el lado principal de un billete, según mi percepción de esa noche