No, no; no se trata de dinero, sino de su hija Eugenia. Todo el mundo habla de ella y de usted.
––¿Por qué se meten en lo que no les importa? En casa soy dueño de hacer lo que me dé la gana.
––No lo discuto; puede usted matarse o, lo que es peor, tirar el dinero por la ventana.
––¿A qué viene esto?
––¡Ah, amigo, usted no se da cuenta de las cosas! Su mujer está en peligro de muerte. Creo que debería usted consultar al señor Bergerin. Si muriese sin haber tenido los cuidados que merece, me figuro que no estaría usted tranquilo.
––¡Ta, ta, ta! Usted sabe lo que tiene mi mujer. Los médicos, en cuanto ponen un pie en mi casa, no se contentan con menos de cinco o seis visitas por día.
––En fin, Grandet, usted hará lo que quiera. Somos viejos amigos; no hay en todo Saumur hombre que se tome más interés en sus cosas; me he creído en la obligación de decirle lo que le he dicho. Pero ahora no tengo más que añadir; es usted mayor de edad y sabrá lo que le conviene. No es éste el asunto que me trae. Se trata de algo más grave para usted, me figuro. Al fin y al cabo, usted no tiene ganas de matar a su mujer, que con sólo vivir le presta un gran servicio. Piense usted en la situación en que va a quedar respecto a su hija cuando ella falte. Tendrá que rendir cuentas a Eugenia, puesto que se casó usted con su mujer bajo el régimen de comunidad de bienes. Su hija tendrá derecho a reclamar la división de la herencia, de exigir la venta de Froidfond. Es la heredera de su madre a quien usted no puede suceder.
Tales palabras cayeron como un rayo sobre el viejo tonelero que no estaba tan ducho en leyes como en comercio. Jamás le había pasado por la cabeza la idea de una venta forzosa de sus bienes.
––Por eso le recomiendo a usted que la trate con dulzura ––dijo Cruchot para terminar.
––Pero, ¿sabe usted lo que ha hecho?
––¿Qué? ––preguntó el notario, curioso por conocer la causa del disgusto.
––Ha dado el oro que yo le había regalado.
––¡.Acaso no era suyo? ––dijo el notario.
––¡Todos me dicen lo mismo! ––exclamó el tonelero dejando caer los brazos con trágico desaliento.
––¡Por una miseria no va usted a dificultar las concesiones que tendrá que pedir a Eugenia en cuanto fallezca su madre!
––¿Llama usted miseria a seis mil francos de oro?