dera que la mantenían a salvo de la crecida anual del río. Al otro lado, junto a un terreno bien cuidado y un pintoresco estanque, encontró una caseta de madera como las que hay en muchos jardines ingleses a modo de semillero. Llamó con fuerza y, aunque nadie contestó, la puerta resultó estar abierta. Asomándose, Floren entrevió unos estantes vacíos que recorrían las paredes laterales y, al fondo, una mesa de trabajo con algunas herramientas de jardinería. Aún no se había decidido a entrar cuando una voz tras él le sobresaltó:
–O professor não é aquí.
Floren, que por aquel entonces aún no sabía portugués, trató de girarse para ver quién le hablaba, pero descubrió que sus pies se habían hundido completamente en el barro.
–¿Perdone? –dijo, inmovilizado–. ¿Sabe dónde está el profesor?
–O professor não é aquí –repitió aquella voz de mujer–. El profe