Soy incapaz de explicarles hasta qué punto influyó que esta vez mis torturadores fueran mi propia gente. Eran humanos. Hablaban mi lengua. Sabían lo mismo que yo sobre el dolor, la humillación, el miedo y la desesperación. Sabían lo que me estaban haciendo y, sin embargo, nunca se les ocurrió no hacerlo —por un momento se paró a pensar, recordando—.