subió al ático con la «beligerante» determinación de ponerse a trabajar. Llegaría un tiempo en el que nada quedaría de Vermin Halliday, y en el que de Clive Linley quedaría su música. El trabajo, pues, un trabajo callado, deliberado, triunfante, constituiría una especie de desquite. Pero la beligerancia no resultaba de gran ayuda para la concentración, como tampoco las tres ginebras y la botella de vino, y tres horas después seguía sentado al piano con la mirada fija en la partitura, inclinado sobre las teclas en actitud de trabajo, con un lápiz en la mano y el ceño fruncido, pero sin oír ni ver más que el brillante tiovivo-organillo de sus propios y circulares pensamientos, una y otra vez los mismos caballitos cabeceando sobre sus trenzadas barras. Y helos ahí, volviendo una vez más... ¡Qué injuria! ¡La policía! ¡Pobre Molly! ¡Mojigato hipócrita! Invocar una postura moral para justificar lo que estaba haciendo... ¡Estaba hasta el cuello de mierda! ¡Qué ultraje! ¿Y Molly qué...?