Así, al ver a su querida ama respirando por fin el aire fresco, permitiéndole alborotar sus canas y colorear la ternura de su rostro, mientras se suavizaban, despreocupadas, las líneas de su amplísima frente; todo esto lo contagiaba de alegría, haciéndole dar brincos cuya extravagancia era en gran parte un testimonio de simpatía hacia el deleite que ella experimentaba. Conforme avanzaba su ama por la alta hierba, él saltaba de acá para allá, abriendo surcos fugaces