Hubo un tiempo en que conocíamos el mundo al dedillo:
era tan pequeño que cabía en el cuenco de unas manos,
tan simple que era posible describirlo con una sonrisa,
tan corriente como el eco de viejas verdades en una oración.
La historia llegó sin trompetas victoriosas:
nos arrojó tierra sucia a los ojos.
Nos esperaban lejanos caminos sin salida,
pozos envenenados, pan amargo.
Nuestro botín de guerra es el conocimiento del mundo:
es tan grande que cabe en el cuenco de unas manos,
tan complejo que es posible describirlo con una sonrisa,