La muerte de mi madre me sorprendió en Oaxaca cuando ya no era ni joven ni viejo, y entonces me di cuenta de que hacía diez años que no pisaba Madrid. Ah, cómo amaba entonces las pequeñas capitales de provincia, la mediocridad de sus tertulias, el humo flotante del tabaco, el dolce far niente. Cómo me hubiese gustado, a veces, en esos parajes bellos y escondidos, poderme afincar. Pero ni bien tomaba la decisión de comprarme una casa, ni bien decía «este es mi lugar» desde las sombras volvía la voz del verdulero, el deseo de Javier, los días de la infancia, y una frase me arrastraba como el viento:
–Quién fuese joven otra vez, quién tuviera un barco. Huye, chaval