La mano que cura

Lo sé como se saben las cosas verdaderas, con el vientre.

era esa agonía suya lo que más terror me causaba, porque pensaba en la mía, en algún momento inevitable del futuro.

Lina alzó la mirada. Algunas veces había visto un señor joven, sin camisa, en el techo de su cuarto, pero muy pocas veces. Alcanzaba a olvidarlo antes de que volviera a aparecer.

Pero ella no tiene los ojos abiertos.

—No, todavía no. No sé si vayan a abrírsele. Aunque ella tiene su cosa, una mano buena pa sanar.

—La mano que cura —digo sin saber si la mamá vaya a entenderme. Nunca he mencionado eso delante de ella, pero no me sorprende que sonría.

—Vos de

Yo llamo al silencio para no ser escuchada y pasito, como masticadas apenas, digo las palabras que hay que decir para no ser vista.

A Soledad a veces le llegaban certezas no sabía de dónde. Certezas que se le instalaban en las vísceras y le hacían doler el estómago

Reconoció ese sonidito que hacen las correas de hombre cuando se quitan de los pantalones con intención de castigar.

Había algo en él, en las escupas que se asomaban por la comisura de su boca, que funcionaba como advertencia.

aunque sospechaba que su hermana la miraba de reojo, después ella nunca dijo nada y a Soledad le pareció que ese silencio, ese hacerse la que no se daba cuenta, era también una forma de la confianza.

Porque si me vuelvo a dar cuenta, Lina, te volteo el mascadero.