La Hojarasca

Ahora estamos aquí, en esta sofocante tarde de septiembre, sintiendo que las cosas que nos rodean son los agentes despiadados de nuestros enemigos.

Ahora sentirán el olor. Ahora todos los alcaravanes se pondrán a cantar.

Yo había de preguntarle dos días después cuál era mi deuda, y él había de responder: «Usted no me debe nada, coronel. Pero si quiere hacerme un favor, écheme encima un poco de tierra cuando amanezca tieso. Es lo único que necesito para que no me coman los gallinazos»

Serán vanos todos mis sacrificios por este hijo si continúa pareciéndose a su padre.

mi actitud era egoísta y que por esa sola mancha de mi conciencia me correspondería sufrir en el resto de mi vida una tremenda expiación.

«Es un desconcertado de Dios», pensé, oyendo lo que él acababa de decirme espontáneamente, con claridad, con precisión, como si lo hubiera leído en un libro.

todos esos cuidados, toda esa solicitud, fueron una prueba de Dios para darnos una lección de prudencia y desconfianza del mundo.

«Son diversiones para la hojarasca», decían.

Él la dijo: «Todo esto pasará cuando nos acostumbremos a la hojarasca».

Y mi abuelo, levantando la barba del bastón, moviendo la cabeza: «Por lo menos estoy seguro de que en muchas casas se quemará el arroz y se derramará la leche».