Hay crímenes que desafían la lógica. Su rango de singularidad abre la puerta a una historia mayor. A un caso de esta naturaleza se enfrenta el inspector Izidine Naíta. Es un policía de ciudad y debe investigar el asesinato del director de un asilo, albergado en un edificio que fue una legendaria fortaleza, ubicada lejos de la modernidad urbana. El país es Mozambique; el año, 1976. Poco tiempo atrás hubo una revolución, entre otras misiones, aspira a dejar atrás la cultura ancestral, los mitos y las leyendas. La primera sorpresa surge en los interrogatorios: cada uno de los sospechosos se declara culpable; cada uno detalla las buenas razones que lo llevaron a cometer el crimen. El inspector no tiene más remedio que investigarlos, hurgar en el pasado de sus vidas y de la región; vale decir, en el Mozambique que la revolución quiere sepultar. No se dará tan fácilmente por vencido. Mientras avanza la investigación, el relato se puebla de episodios fabulosos y violentos. Un fallecido vuelve brevemente a la vida porque no ha muerto “bien” y que puede convertirse en héroe nacional, las leyendas populares se imponen a la investigación detectivesca, la tradición del lugar, una tradición donde la fantasía y la magia son aliadas y hermanas de la mera realidad y no rivales, se convierte en actor principal. Solo un escritor como Mia Couto, de una destreza narrativa notable, puede convertir una trama policial en una impecable y sorprendente novela sobre el destino de un país. Su escritura diáfana, su magistral manejo de los tonos, sumerge al lector en un palpitante y colorido misterio. Al cabo, en La terraza del frangipani el crimen primordial no es el del director del asilo, sino el pasado de un pueblo, aquello que se quiere eliminar.