Empezaba a familiarizarme con el protocolo social de análisis «posapagón», que consistía en dejar que alguien me contara qué había hecho y luego ayudar a esa persona a averiguar por qué lo había hecho. «¿Que hice QUÉ? –preguntaba–. ¿Por qué iba a hacer ALGO ASÍ?» Me imaginaba avanzando a trompicones por el bosque, guiada por un extraño instinto de supervivencia que hacía que mi cuerpo se desentendiera de mi propio y tiránico deseo de impresionar a los demás. Mi yo borracho era como una prima ridícula de la que me sentía responsable, una huésped en el bosque de cuyas acciones era indudablemente culpable, aunque no recordara haberla invitado