MIRO EN LA TELEVISIÓN un elefante
herido, rodeado de leones
que se lo están comiendo.
No hay en la tierra un animal
que pueda darle una muerte buena.
Corren suerte las gacelas, las cebras y los ñus:
el cuello quebrado, la asfixia
y el alivio. El elefante, en cambio,
es devorado vivo por la horda
que entre un bocado y otro
se trepa en él y otea la lejanía.
Les da lo mismo
que esa cosa enorme respire aún
y él, narcotizado por el miedo,
explica el locutor,
tal vez no sienta los mordiscos,
pero no estoy seguro.
Desmantelado a plena luz,
no hay nada que lo una a sus verdugos,
como sí une, entre nosotros, la tortura,
en que se lee el dolor del torturado
y se le acosa ahí, donde más sufre.
Un diálogo bestial, perverso pero humano.
Aquí la pura extracción de partes,
el vándalo saqueo,
la injuria de las vísceras que asoman,
perder sentido trozo a trozo,
perder la especie sin perder los ojos,
que son, conforme el resto es deglutido,
un ojo más y más ajeno al otro
y cada uno cada vez más puro,
casi un oasis de palmeras en el polvo