Esa vez triunfó. Cuando volvió, vengado y victorioso, noté, aun siendo niño, que Ngor había cambiado. Parecía un enfermo curado tras largos años de sufrimiento. Pero lo principal es que aquella noche comprendí que me equivocaba: lo que había apesadumbrado más a Tokô Ngor durante todos aquellos años no era que el cocodrilo siguiera vivo; era que su hermano no tuviese una tumba a la que pudiese ir a llorar.
Tras su victoriosa expedición, los cazadores tuvieron que repartirse la inmensa carcasa del saurio, un impresionante espécimen macho de casi siete metros y una tonelada. Unos querían un trozo de piel, otros los dientes o los ojos, alguno simplemente las carnes. El tío Ngor solo quería una cosa: las vísceras del animal. Nada queda, dijo, del cuerpo de mi hermano, pero estuvo dentro del vientre de ese animal. Yo quiero ese vientre, el interior del vientre. Accedieron. Entonces evisceró al bicho y enterró sus entrañas, no en el cementerio (tal cosa no era posible, no se entierra el contenido del vientre de un cocodrilo en un cementerio humano), sino al pie de un mango que había enfrente, el mango bajo el cual Mossane, años después, iría a sentarse.