La gran revelación del viaje al seguir las huellas de este fenómeno tan desconocido es que la intuición, en realidad, nos pertenece.
Los mensajes que nos envía sutilmente, las respuestas que nos da con su fría seguridad, los consejos que nos prodiga siempre en el momento adecuado, los avisos que nos manda a veces con urgencia, son todos ellos expresiones de un sobresalto de nuestro ser íntimo y profundo, en los avatares de la existencia, con las exigencias y las obligaciones que nos hace padecer nuestra civilización.
Es preciso ver la marca evidente de un saber mucho más que intelectual o mental. Se trata, por consiguiente, de un reconocimiento innato, que cada uno de nosotros lleva en sí mismo sin saberlo. La intuición es sólo el revelador, el transformador de esos datos básicos en informaciones inteligibles para la mente humana.
Esto es lo mismo que decir que todo ser, que ha buscado incluso en sí mismo los recursos de comprensión y entendimiento necesarios para enfrentarse a situaciones que debe afrontar, «sabe», conoce las respuestas a las preguntas que se plantea.
Se trata de una importante revelación y constituye, sin duda, el único mensaje de la intuición: cada uno es dueño de su futuro, ya que será este, a fin de cuentas —al ser su fuente original—, el que determinará lo que puede o debe ser su intuición.
De entrada, lo que era sólo una curiosidad un poco terrenal, una inquietud como muchas otras, se convierte, de pronto, en un vuelo hacia cimas inexploradas. Al regresar a la fuente de nosotros mismos, la intuición no sólo nos hace penetrar en la esencia de nuestra vida, sino que también nos permite acceder a una dimensión realmente espiritual de nuestra trayectoria.
Por su capacidad de codearse con la esencia de las cosas, de tocar la absoluta longitud del tiempo y, por consiguiente, de aproximarse a esa Luz cuya existencia reconocen y admiten todas las civilizaciones antiguas y las tradiciones más au