La discusión se prolongaba, en sordina, durante la sobremesa bostezante. Y tal vez alguna quiso llorar —tal vez porque era la más fuerte— pero la sofrenaba el desvalimiento de las otras. Y las otras se aprestaron en vano a restañar esa herida invisible que nunca abrió los labios.
Cuando Cecilia y Susana volvieron a su cuarto iban exhaustas. Susana aprovechó, para bañarse primero, que Cecilia hubiera encontrado, sobre la mesa de noche, una carta de Mariscal.
Mientras rasgaba el sobre, que le daba a su ausencia la dimensión de la nostalgia, se abrió de golpe la regadera y oyó las exclamaciones sofocadas, de espanto y de placer, de Susana.
Esos rumores (y otros del mar) dificultaban a Cecilia la concentración en la lectura de unos párrafos escritos con la letra que conocía tan bien y que se eslabonaban en frases tiernamente irónicas, reclamo y rechazo a la vez, equidistancia, en suma.
La carta terminaba con lo que la había obligado a empezar, a seguir, a llegar hasta allí: con la noticia de que a Ramón le ofrecieron una beca para una estancia de un año en Europa y de que se había apresurado a aceptarla.
Estrujando el papel entre las manos Cecilia deseó ser él y partir, lejos, lejos, a cualquier parte y no regresar nunca.
Pero Cecilia no era él, era nada más ella, no sería jamás nadie más que ella y esta certidumbre le produjo una tristeza que no acertó a ocultar ante Susana. Pero a su interrogatorio ¿solícito? ¿impertinente? ¿rutinario? no respondió más que como por enigmas, afirmando que lo que la había deprimido y hasta horrorizado era, quizá, haber descubierto su centro de gravitación.
Antes de entrar en el baño dijo de un modo deliberadamente casual:
—¿Tú crees que vale la pena escribir un libro?
Susana interrumpió la concienzuda operación de exprimirse una espinilla ante el espejo para contestar categóricamente.
—Creo que no. Ya hay muchos.