La ciudad es libre, ante todo. Y generosa, en cuanto a sus muchos pliegues; miserables, cierto, pero amplios también. Pero es también implacable, y tal vez sea eso a lo que se refiere Roberto cuando dice que no hay buena voluntad. Falta, quizá, el respeto que Roberto sí encuentra en el campo, porque aquella libertad de la ciudad, basada en la movilidad como posibilidad constante —ninguno de los Sánchez es dueño de su casa, para empezar—, implica una existencia incierta, donde frecuentemente se depende de la buena voluntad del otro, y donde no se recibe fácilmente un apoyo sin recibir antes una humillación. El que apoya sin humillar es el amigo o el pariente más querido, el más entrañable, y el más escaso.