Cuando una historiadora o un historiador publica una obra, tendemos a imaginarla como resultado de operaciones analíticas que incluyen la lectura de bibliografía, la puesta a prueba de avances parciales en congresos de expertos (que permiten refinar las hipótesis o el método) y laboriosos procesos de escritura y reescritura. Pero también podemos preguntarnos por una zona de su oficio que el libro terminado no suele dejar a la vista: los meses (o años) pasados en bibliotecas, hemerotecas, reparticiones públicas que guardan fondos documentales, materiales en variable estado de conservación que hablan los lenguajes del pasado.
La vida en el archivo confirma que esa faceta más primaria, azarosa y “sucia” del trabajo del investigador se juega en el contacto físico y virtual con libros, revistas, diarios, formularios de otras épocas. Esa tarea artesanal está hecha de tanteos y aproximaciones (¿dónde conseguir los números que faltan de ese magazine policial?, ¿y si finalmente hay que comprarlos por Mercado Libre?), imprescindibles estrategias de acceso (¿cómo ganarse el favor del archivero para que el material siga ahí, a mano, mañana?), padecimientos cotidianos (¿y si esa colección por la que tanto se luchó permanece “muda” y resulta que se perdió un tiempo precioso?, ¿podremos descifrar los trazos casi ilegibles en esas cartas que parecían decisivas?).
Estas páginas registran –entre la crónica, el ensayo y el diario personal— una experiencia hecha de rutinas, pequeñas o grandes frustraciones y peripecias deliciosas, que a veces llevan a momentos de «iluminación súbita», como los llama Carlo Ginzburg. Con humor, con destreza de narradora que comenta sólo lo que conoce muy a fondo, Lila Caimari capta esa etapa de la investigación en que “la” obra no existe todavía, muchos rumbos son posibles y todo parece inestable. Construye así un libro inspirador, heterodoxo, capaz de revelarnos la parte menos conocida de la labor académica e intelectual.