A MIS SIETE AÑOS…
Mi padre volvió de Tokio. Yo empecé a ir a la escuela, edificada sobre las ruinas de lo que había sido un centro de enseñanza del clan feudal. Para ir de casa a la escuela había que pasar por una antigua puerta1, emplazada hacia el extremo oeste del foso que bordeaba nuestra entrada. Un puesto de vigilancia, ruinoso ya, se alzaba junto a aquella puerta, como antaño, y en él vivía un hombre de unos cincuenta años, con su mujer y su hijo. El hijo era un chico de edad cercana a la mía, vestido de harapos, con un par de mocos colgándole permanentemente de la nariz. Cada vez que yo pasaba por allí, ese chico me miraba metiéndose un dedo en la boca. Yo solía pasar mirando a mi vez al niño, con un tanto de repugnancia y otro tanto de miedo.
Cierto día, al pasar yo por la antigua puerta, aquel chico que siempre estaba allí fuera no se veía por ningún lado. Pensando «¿qué le habrá ocurrido?» estuve a punto de pasar de largo, cuando desde dentro de aquella ruinosa caseta de vigilancia, sonó la voz del padre:
—Oye, tú, que como te lleves eso pa jugar te vas a enterar.
Yo me detuve de pronto y miré al sitio de donde salía la voz. Pude ver que el hombre, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, estaba trenzando unas sandalias de paja. Sus palabras de riña se debían a que el hijo le había cogido el mazo de machacar la paja. El muchacho soltó el mazo y miró hacia mí. También su padre se volvió a mirarme. Su cara era muy morena, surcada de arrugas, con una narizota distorsionada y mejillas hundidas. Tenía unos ojos saltones, y en el blanco de los mismos resaltaban manchas rojas y amarillentas. Aquel hombre me habló así:
—Escucha, jovencito: ¿Tú sabes qué se ponen a hacer tu padre y tu madre cada noche? Con la pinta de dormilón que tienes, ni te enterarás. Ja, ja, ja.
Su cara mientras reía me provocaba verdadero pánico. Su hijo se le unió en las risas, frunciendo la cara.
Sin responderles palabra alguna, pasé de largo como escapándome. Detrás de mí seguían resonando las carcajadas del padre y del hijo. Mientras caminaba, fui pensando en lo que me había dicho el hombre. Yo desde luego sé que cuando un hombre y una mujer son matrimonio, de ahí nacen los niños. Sin embargo, no sé cómo es que nacen. Las palabras de aquel hombre parecían referirse a eso precisamente. Vine a dar en el pensamiento de que ahí hay gato encerrado.
Pero aunque yo quisiera conocer el secreto, no iba