El emigrante, también el exiliado, se mueve entre el ethos y el nomos, entre un conjunto de rasgos y modos de comportamiento que configuran su propia identidad y los códigos provisionales que adopta a través de nuevos hábitos y costumbres. Debían trasladarse entre uno y otro, desde un esquema fijo a un estado transitorio. Sus puntos de referencia quedaban cada vez más en el aire.
En este sentido se produce un hecho paradójico: el que está condenado a la movilidad se ve abocado finalmente al encierro. Se le invita a replegarse sobre sí mismo, como una defensa ante las adversidades que va encontrando en el exterior. Así se construyen los guetos, las comunidades que, en un exceso de celo, resultan impenetrables. Recuerdo un fragmento de Richard Sennet que podría aplicarse a los emigrantes del siglo XX, aunque sus palabras vayan dirigidas a una época distinta, a la Venecia del Renacimiento: «Únicamente quienes eran oficialmente marginados estaban obligados a ocupar un lugar fijo».
En el origen de ese aislamiento está el éxodo, la fuga. Sorprende esa antítesis: el destino de quien se abre al mundo se va trasformando en un progresivo aislamiento, como si, de repente, se encontrara sitiado por una frontera invisible. Al final, todo el universo recién conquistado le empuja al ensimismamiento, a la soledad compartida, al abandono entre iguales. Ahí se encuentra el verdadero tránsito, en el camino que busca abrir una nueva vida y se acaba convirtiendo en una simple actitud de resistencia