La primavera perdida es la imagen que le sirve a Manuel Melado para intentar lo imposible: le recuperación del tiempo que fluye como el río de Jorge Manrique. Los poetas son así. Se empeñan en hilvanar versos que les sirvan para volver a ser lo que tal vez nunca fuimos. De camino, que como en el verso de Machado se hace al andar, nos meten en la inútil aventura y nos dejan los ojos teñidos de nostalgia o de melancolía. Las estaciones de Melado recorren los raíles del almanaque. El poeta va hundiendo su palabra en el tiempo para rescatar aquellas emociones que no se perdieron para siempre. De ahí el erotismo adolescente que late en unos versos becquerianos en el fondo y en la forma, en el ritmo y en la rima. Poeta que se formó a sí mismo, que ha puesto el oído en la leve música becqueriana. Rimas asonantes sugieren los temas en vez de remarcarlos. Y de vez en cuando aparecen versos blancos para reflexionar sobre los temas que afectan al hombre que empuña la pluma. Dos moldes para dos formas de entender el poema. Francisco Robles