Sepa e imagine el lector que aquí la respiración se abriga con la anécdota de lo vivido para de inmediato
trascenderla y convertirla en experiencia de todos los mortales. Advertirá que mediante la revelación
más confidente se hilvanan las quejas de la memoria a modo de diario de lo perdido, la verdad que sin piedad lacera, las noches sin luna, los besos sin nombre… O, si se prefiere, hasta este volumen se allega
la hora de un balance de existencias a través de un polifónico lamento que claman la pérdida, la ausencia y el desamor. En momentos preñados de derrota surge la voz cívica, social, y se hace canto
junto a la nostálgica de lo que fue un día infancia y junto a la neorromántica del extravío —cuando «el
amor ya no es nada sino espera /y ya no tiene paciencia de esperarte», dice Beatriz Gimeno—, esa que
es profundamente ronca y daña hasta muy adentro, la única que dilata los ecos de la ruina del presente y de la belleza del desastre, del quebranto y del duelo, de los lances y las exequias del amor. Al menos
flores, al menos cantos. Al fin y al cabo, versos para Violeta.