Se inclinó hasta la cintura para despedirse, las alas desaparecieron por completo, y ya había empezado a desvanecerse en la sombra más cercana cuando se puso rígido. Sus ojos se clavaron en los míos, muy abiertos, muy salvajes, y le tembló la nariz. Una impresión enorme, pura, le pasó por el rostro por algo que veía en mi cara y retrocedió un paso. Y tropezó, sí, tropezó.