A veces, en la delicada figura pintada en el fondo de la tacita china, los demás advertían una extraña condición animalesca. Alfred Richard Orage —que publicó sus primeros cuentos— la llamaba the marmozet, el tití. Virginia Woolf escribió: «La mujer inescrutable permanece inescrutable. Diría que es una especie de gato, extraño, reservado, siempre solitario, observador». Un mono, un gato. Con siete años de diferencia, Orage y Woolf tuvieron la misma impresión, advirtieron en ella esa imperturbabilidad enigmática, esa hostilidad hacia el hombre, esa extrañeza ante la vida, esa pertenencia a mundos misteriosos y remotos que pueden ser tan propios de un animal como de un escritor. Mientras los demás hablaban, brillaban y se abandonaban a los fuegos artificiales de la fantasía, ella permanecía callada, «silenciosa y esquiva». Se había convertido en una experta en el arte de escuchar como si no escuchase, sentándose un momento en la vida de los demás: mientras posaba su negra mirada de pájaro en todas partes, hacía acopio de todo lo que decían o hacían los demás con el fin de reunir los pequeños «granos» vivientes de la realidad en el molino siempre en movimiento de su memoria, del cual extraería luego la exquisita harina de sus relatos. Como los gatos, era discreta. Consideraba que jamás deberíamos hablar de nosotros con nadie, pues si hablamos, los demás irrumpen enseguida y pisotean como vacas la hierba de nuestro jardín. «¿Por qué insistes en negar tus emociones? ¿Te avergüenzas de ellas?», pregunta alguien a uno de los personajes de sus cuentos. El personaje (es decir, Katherine Mansfield) responde: «No me avergüenzo en absoluto, pero las tengo guardadas en un cajón y las saco sólo de vez en cuando, como los tarros de mermelada muy especiales, cuando la gente que aprecio viene a tomar el té».