Pietro Citati

  • Lucas Molina Muneraцитируетпозавчера
    A veces, en la delicada figura pintada en el fondo de la tacita china, los demás advertían una extraña condición animalesca. Alfred Richard Orage —que publicó sus primeros cuentos— la llamaba the marmozet, el tití. Virginia Woolf escribió: «La mujer inescrutable permanece inescrutable. Diría que es una especie de gato, extraño, reservado, siempre solitario, observador». Un mono, un gato. Con siete años de diferencia, Orage y Woolf tuvieron la misma impresión, advirtieron en ella esa imperturbabilidad enigmática, esa hostilidad hacia el hombre, esa extrañeza ante la vida, esa pertenencia a mundos misteriosos y remotos que pueden ser tan propios de un animal como de un escritor. Mientras los demás hablaban, brillaban y se abandonaban a los fuegos artificiales de la fantasía, ella permanecía callada, «silenciosa y esquiva». Se había convertido en una experta en el arte de escuchar como si no escuchase, sentándose un momento en la vida de los demás: mientras posaba su negra mirada de pájaro en todas partes, hacía acopio de todo lo que decían o hacían los demás con el fin de reunir los pequeños «granos» vivientes de la realidad en el molino siempre en movimiento de su memoria, del cual extraería luego la exquisita harina de sus relatos. Como los gatos, era discreta. Consideraba que jamás deberíamos hablar de nosotros con nadie, pues si hablamos, los demás irrumpen enseguida y pisotean como vacas la hierba de nuestro jardín. «¿Por qué insistes en negar tus emociones? ¿Te avergüenzas de ellas?», pregunta alguien a uno de los personajes de sus cuentos. El personaje (es decir, Katherine Mansfield) responde: «No me avergüenzo en absoluto, pero las tengo guardadas en un cajón y las saco sólo de vez en cuando, como los tarros de mermelada muy especiales, cuando la gente que aprecio viene a tomar el té».
  • Luis Paredesцитируетв прошлом году
    Potocki extrajo de sus experiencias políticas una hermosa sentencia que yo querría ofrecer como un talismán al lector de hoy: «Por todas partes veréis más mal que bien, pero en ningún sitio veréis el mal sin la mezcla de un poco de bien, y esto debe bastarle al sabio para consolarlo de la vida»
  • Lucas Molina Muneraцитирует3 дня назад
    Todo estaba perdido. Fitzgerald era siempre culpable de las cosas que, sin tener él la culpa, se le escapaban, y de las luces que se desplazaban de un lugar a otro del mundo. «No se puede tener nada —decía Anthony Patch en Hermosos y malditos—, nada en absoluto [...]. Es como un rayo de sol que entra en una habitación y se desplaza por ella. De pronto se detiene y baña de oro algún objeto carente de interés, y nosotros, pobres idiotas, tratamos de apresarlo. Sin embargo, cuando lo hemos hecho, el rayo de sol se desplaza hacia otro lado, y tú te has quedado con el objeto insignificante, pero aquel resplandor que te hizo desearlo se ha desvanecido ya...» Nada hay más doloroso que ese rayo que se desplaza y las heridas que nos infligimos persiguiéndolo. Quien escribe poemas y cuentos busca las luces que se desplazan, los destellos, los reflejos, mientras escucha con una atención cada vez mayor algo que suena al fondo, la poderosa o imperceptible música trágica de las cosas perdidas. Si la cultivamos intensamente, la literatura nos otorga ese privilegio: «Las cosas resultan más dulces una vez que las has perdido». A medida que pérdidas, fallos, renuncias y derrotas se suceden, encontramos a nuestro alrededor, como un regalo o un tesoro que sólo a nosotros nos pertenece, una dulzura cada vez más profunda que nos invade el alma.
  • Lucas Molina Muneraцитирует3 дня назад
    Seguimos creyendo (también Fitzgerald lo creía) que su arte era sobre todo un don. «En cada uno de mis cuentos había una pequeña gota de algo: no de sangre, no de llanto, no de mi semen, sino algo más íntimamente mío que eso», escribió en los Cuadernos. ¿Bastaba, entonces, con abandonarse a la vocación? ¿Y con mover las alas elegantes y heridas, frívolas y dolorosas, como el último discípulo de Keats? Precisamente en los años de la composición de El gran Gatsby, mientras Zelda nadaba y se bronceaba junto a Édouard Jozan, Fitzgerald se convirtió en un fiel discípulo de Flaubert. «Cuando hablaba de la escritura —dijo John Dos Passos—, su mente se volvía límpida y dura como un diamante.» Para Fitzgerald, lo importante en literatura era el empeño: el «trabajo bien hecho, y hecho por amor al arte», el esfuerzo obstinado y prolongado. Lo suyo era «una tremenda lucha, una tremenda lucha nerviosa, un tremendo sacrificio». Ese sacrificio exigía honradez, responsabilidad, conciencia, sentido del deber, cordura, voluntad, precisión. Es posible que de joven hubiera sido una mariposa con las alas cubiertas de polvo iridiscente. Luego se convirtió en un soldado, porque «las condiciones de una vida artísticamente creativa son tan arduas que sólo pueden compararse con los deberes de un soldado en tiempos de guerra». Como dijo Kierkegaard, un artista es «un soldado en la frontera», luchando día y noche, «no contra los tártaros y los escitas, sino contra las hordas salvajes de una melancolía vital».
  • Lucas Molina Muneraцитируетпозавчера
    Entre 1929 y 1931, Fitzgerald escribió algunos de sus mejores cuentos: «Una mala travesía», «La boda», «Dos errores» y «Regreso a Babilonia».
  • Lucas Molina Muneraцитирует3 дня назад
    Fitzgerald permanecía en casa, como un recluso. «Me basto por completo a mí mismo, tengo un profundo y absoluto deseo de aislamiento que ha crecido durante tres años como en progresión aritmética y, por fin, podré satisfacerlo», escribió en mayo de 1924. A menudo comenzaba a escribir a las cinco de la tarde: desplazaba el lápiz con rapidez sobre grandes hojas de papel y permanecía sentado a la mesa hasta las tres de la madrugada, salvo cuando salía a emborracharse a los bistrots de París. Bebía café y más café. Después de cinco o seis horas, se levantaba de la mesa, pálido y tembloroso, hecho un manojo de nervios, y comía algo. Perseguía un rigor y una inexorabilidad hasta entonces desconocidos para él: suprimía páginas exquisitas y brillantes, pero irrelevantes. Creaba una arquitectura: concentraba más y más; buscaba lo esencial a costa de dar pinceladas mínimas; cada línea debía producir un sonido nuevo; eliminaba y reducía. Bajo las aparentes florituras líricas, era de una precisión extrema.
  • Lucas Molina Muneraцитирует3 дня назад
    El 10 de abril de 1925, Fitzgerald publicó El gran Gatsby, que a T. S. Eliot le pareció «el primer paso adelante que la novela americana ha dado desde Henry James». Jean Cocteau lo leyó en la clínica, donde le consoló de horas penosas y dramáticas; dijo que era un libro «celeste» y que para traducirlo se necesitaba «una pluma misteriosa para no matar al pájaro azul». No sé si El gran Gatsby es realmente «un libro celeste» ni si en él se encuentra «el pájaro azul» de Maeterlinck. Fitzgerald tenía en mente el personaje de Lord Jim de la novela de Conrad, aquellas ilusiones y brumas, aquellos delirios y fracasos, y transformó maravillosamente, con toques prácticamente imperceptibles, la obra maestra de su maestro. También para Fitzgerald, como para Lord Jim, «las ilusiones proporcionan tal color al mundo que te da igual si las cosas son verdaderas o falsas, mientras reflejen algo de ese mágico esplendor». Admiraba el candor de Gatsby, su inocencia, su amor absoluto, que pretende fijar para siempre, inalterable e inalterado, lo que se ha perdido: la fe romántica en la irrealidad, la «promesa de que el peso del mundo» está «firmemente apoyado sobre el ala de un hada».

    Da igual que a Gatsby lo derroten, lo traicionen y lo maten; y que, junto con él, nuestras ilusiones y su magia sean pisoteadas por los hombres. «Gatsby creía en la luz verde, el orgiástico futuro que año tras año retrocede ante nosotros. Da igual que nos rehúya: mañana correremos más raudos, alargaremos más los brazos, y un buen día...

    »Y así, seguimos remando, botes contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado.»
  • Lucas Molina Muneraцитируетпозавчера
    La narración de Suave es la noche, como la de El gran Gatsby, no se detiene nunca. A medida que va contando, Fitzgerald se desliza por los intersticios que hay entre las cosas: se mueve, ondula, flota. Todo es enormemente preciso y, al mismo tiempo, indeterminado. De ese modo, la realidad pierde peso, se vuelve ligera y transparente, aunque sucedan cosas terriblemente dolorosas: los hechos se desvanecen en la atmósfera, se convierten en aire, y las palabras, que pueden ocasionar la muerte, son pompas de jabón de colores. Los personajes primero son representados mediante pequeñísimas pinceladas; luego, Fitzgerald traza retratos casi analíticos de ellos, si bien al final se pierden de nuevo en el paisaje, en el aire mórbido, los setos umbríos, las flores y las notas de un piano.

    La luz es el apogeo de la vida. Todas las cosas despiden un destello de luz: las maderas barnizadas, los objetos dorados más o menos lustrosos, los de plata, los de marfil, las esquinas de los marcos, los bordes de los lápices y de los ceniceros, los adornos de cristal y de porcelana; la piel sonrosada y los ojos de las mujeres; los sentimientos y las sensaciones que vibran, febrilmente, entre las personas. La luz se desplaza, gira, se divide, se curva, se multiplica, crece y muere, impregna el color crema y el púrpura de la costa francesa, desea reflejarse en el agua del mar, en el rocío, en el viento, y en otras luces que intentan a su vez reflejarse en nuevas luces. Todos estos colores, personajes, luces, sentimientos, sensaciones y reflejos forman la estructura de la realidad: un «mosaico misteriosamente correlacionado» que pocos consiguen entrever. Suave es la noche no es sino eso: el descubrimiento de la estructura oculta de las cosas se convierte, entre las manos habilísimas de Fitzgerald, en la etérea arquitectura de un libro.
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