Anne H. Petersen

El capital humano es, en palabras de Malcolm Harris, «el valor presente de los ingresos futuros de una persona, o el precio figurado de una persona en venta, en el caso de que fuera posible comprar y vender trabajadores libres (salvo su manutención)».

Como las máquinas con las que trabajamos, nuestra valía se mide en función de nuestra capacidad para crear valor para los que nos emplean

Cuando el valor de alguien depende de su capacidad de trabajo, las personas con movilidad reducida o de más edad, las que no pueden trabajar a jornada completa o las que proporcionan cuidados de forma no remunerada o infravalorada pasan a ser «menos que» en la gran ecuación social.

«Los millennials accedieron al mercado laboral durante la peor recesión desde la Gran Depresión —escribía—. Cargados de deudas, incapaces de acumular riqueza y atrapados en trabajos sin futuro y con bajas prestaciones, nunca han obtenido la seguridad económica de la que disfrutaron sus padres, sus abuelos o incluso sus hermanos mayores».

Estamos agotados por el esfuerzo de tratar de mantener algún tipo de equilibrio: con nuestros hijos, en nuestras relaciones, en nuestra vida económica

Hemos sido acondicionados para la precariedad.

igual que las generaciones que nos precedieron, fuimos criados en una dieta de meritocracia y excepcionalismo: la idea de que cada uno de nosotros rebosaba potencial y que para activarlo solo necesitábamos trabajar duro y a conciencia.

Reconocer esto es profundamente desconcertante, pero es algo que quienes no han surcado nuestro mundo con los privilegios de la blancura, de la clase media o de la ciudadanía comprendieron hace ya algún tiempo.

Si nos esforzábamos, fuera cual fuera nuestra situación actual en la vida, encontraríamos estabilidad.

la COVID-19 es la gran clarificadora