Acababan de sonar las doce de la noche en los relojes que marcan y dan la hora en todas las torres de Petersburgo cuando el señor Goliadkin, fuera de sí, corrió al muelle de la Fontanka, junto al puente Izmailovski, para zafarse de los enemigos que le perseguían, de los insultos que en aluvión caían sobre él, de los gritos de alarma de las viejas, de los lamentos y suspiros de otras mujeres y de las miradas aplastantes de Andrei Filippovich.