El gran matadero que fue la Guerra Mundial no podía prescindir tampoco de la bendición eclesiástica. Los capellanes castrenses de todos los ejércitos rezaban y celebraban misas de campaña por la victoria del país que les procuraba el pan.
Nada había cambiado desde la época en que el bandolero Adalberto, que más tarde fue canonizado, contribuyó al exterminio de los eslavos bálticos con la espada en una mano y la cruz en la otra.
En toda Europa los hombres iban al matadero como animales, acompañados por los emperadores-carniceros, por los reyes y otros potentados y generales, y por los sacerdotes de todas las confesiones, que los bendecían y hacían jurar en falso que «por tierra, mar y aire», etcétera.