El estrépito de lo sencillo, recordaba haber oído que decía su padre y él haberse puesto a pensar muchas veces, el estruendo de lo callado, la violenta discordia de la evidencia: que se nace y se muere, como las hojas y las plantas; que los días pasan raudos como aquella agua en el río y en ellos hay horas buenas y también horas decididamente malas y aún peores –como por otra parte pasa con las personas, que las hay malas y peores, decía siempre su padre, el abuelo, no se sabía nunca si en broma o en medio broma o más bien con la mayor seriedad–, y que unas veces salen bien las cosas y se sale ganando y otras en cambio se pierde o acaban saliendo mal o hasta requetemal, pero que para eso está el carácter, el temple, decía el abuelo y decía su padre, para afrontarlo todo lo mismo que aquel camino afrontaba tanto las laderas y las cárcavas resecas de los cerros, y aun la cortada a pique de Pedralén, como la dulce extensión de ubérrima tierra junto al río: sin aspavientos ni alharacas en ningún caso, sin ansias ni excesivos anhelos –más bien con renuncia–, pero siempre de la forma más hacedera, limpia, ajustada y practicable, como si nada las más de las veces.