José Ángel González Sainz

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    Quitan altanería los caminos, le había dicho una mañana su padre, quitan importancia a lo que no la tiene para dársela, pero ya de una forma más resignadamente sensata, a lo que de veras la tiene.
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    El estrépito de lo sencillo, recordaba haber oído que decía su padre y él haberse puesto a pensar muchas veces, el estruendo de lo callado, la violenta discordia de la evidencia: que se nace y se muere, como las hojas y las plantas; que los días pasan raudos como aquella agua en el río y en ellos hay horas buenas y también horas decididamente malas y aún peores –como por otra parte pasa con las personas, que las hay malas y peores, decía siempre su padre, el abuelo, no se sabía nunca si en broma o en medio broma o más bien con la mayor seriedad–, y que unas veces salen bien las cosas y se sale ganando y otras en cambio se pierde o acaban saliendo mal o hasta requetemal, pero que para eso está el carácter, el temple, decía el abuelo y decía su padre, para afrontarlo todo lo mismo que aquel camino afrontaba tanto las laderas y las cárcavas resecas de los cerros, y aun la cortada a pique de Pedralén, como la dulce extensión de ubérrima tierra junto al río: sin aspavientos ni alharacas en ningún caso, sin ansias ni excesivos anhelos –más bien con renuncia–, pero siempre de la forma más hacedera, limpia, ajustada y practicable, como si nada las más de las veces.
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    Mira, Felipe, mira qué esplendor, recordaba que le decía su padre con el tono más certero que cabía imaginar y lleno además de un asombro que él había querido transmitir también a sus hijos como si eso, el tono, el tono del asombro, pudiera figurar entre lo mejor de una herencia.
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