Francesc Torralba

Escribe Leon Richard Kass: «Cada vez más ciegos a las asombrosas formas de la naturaleza y cada vez más sordos a las ennoblecedoras formas de la civilidad y del ritual, cultivamos una actividad cultural cínica, tosca y desesperada».

Decía Aristóteles que cuando el alma conoce un objeto, adopta la forma del objeto, por eso, según el Estagirita, el alma es, de algún modo, todas las cosas.

Basta contemplar la cultura de masas para percatarse de que el vocablo amor es una de las palabras que sufre una reducción más significativa de su rico contenido. Se reduce a puro sentimentalismo, a atracción pulsional, o bien a reacción bioquímica.

Dado que es imposible anticipar lo que voy a sentir mañana, el próximo año o los próximos diez años, no puedo comprometerme indefinidamente con alguien, tampoco con ningún proyecto, porque el amor gaseoso es leve como el aire, depende esencialmente del feeling.

El éxito se relaciona con la cantidad. Sufrimos lo que Søren Kierkegaard, en el siglo XIX, denominó la idolatría del número. Todos aspiramos a tener más seguidores, más amigos en las redes sociales, más influjo en el gran cosmos virtual.

Lo que caracteriza nuestro mundo es el culto que el internauta digital rinde a la cantidad de vínculos digitales y su deseo de poder exhibir más followers que nadie en las redes sociales. Los adolescentes rivalizan entre ellos por la cantidad de seguidores y exhiben su vida privada impúdicamente en el gran océano virtual.

La calidad de vida incluye muchos elementos, además de la autonomía, como la calidad de los vínculos, la seguridad económica, el bienestar emocional y la percepción de que la propia existencia posee sentido.

Los adolescentes y los jóvenes que ya han crecido en el magma de esta sociedad volátil y sobreexpuesta perciben, con verdadero desasosiego, el síndrome de dependencia a la conectividad.

Este mundo non stop no respeta ningún tipo de ritmos: ni el natural ni el litúrgico. No existe el domingo, ni el mes de agosto. No existe la noche ni el día. La red siempre está abierta, y en ella siempre pasan cosas. Nadie quiere perdérselas, porque significa caer en la marginalidad.

Escribe el teólogo milanés Pierangelo Sequeri: «Estamos siempre conectados, interactivos, sin silencios, sin reflexividad, sin fermentaciones que mejoren el vino».