Después me echaban tierra con la suavidad de quien viste a un hijo. No usaban palas, sólo las manos. Paraban cuando la arena me llegaba a los ojos. Entonces, enterraban a mi alrededor palos de acacias. Todo con posibilidad de ser flor. Y para convocar a la lluvia me cubrían de tierra mojada. Así yo me aprendía: un vivo pisa el suelo, un muerto es pisado por el suelo.