Jim Tully

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    Te gusta la vida errante, Bill? —pregunté.

    Giró levemente la cabeza y me miró con franqueza con su único ojo.

    —Claro que me gusta, no la cambiaría por nada. No le veo nada bueno al trabajo: sólo trabajan los idiotas.
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    Realicé tres viajes fallidos antes de convertirme siquiera en un aprendiz de vagabundo. No hay que olvidar que los vagabundos se toman muy en serio su profesión: en el juego hay mucho que aprender y aún más que sufrir.
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    —Me gustaría largarme de este antro —le dije—, y creo que lo haré. Casi tengo que pagarle a la fábrica para trabajar allí.

    Le expliqué cómo era mi trabajo y lo que ganaba y él sonrió con desdén.

    —Déjalo, muchacho, déjalo. No te lo has podido montar peor: sólo sacas para comer y para eso no hay necesidad de hacer nada; hasta los gatos callejeros se las ingenian para conseguir comida. Además —y aquí elevó un poco el tono de voz—, en la carretera se aprenden cosas. ¿Qué diablos vas a aprender aquí? Te apuesto lo que quieras a que en este antro nadie se entera de qué va la vida.
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    Los del pueblo solían invitar a beber al viejo Raley y luego se burlaban de él. A pesar de su indigencia de borracho, de ser un gorrón, de haber caído más bajo que una escupidera y de ser una mosca de taberna, para mí seguía siendo el hombre más rico que conocía en el pueblo porque llevaba en el bolsillo un andrajoso volumen de Voltaire del que siempre me hablaba.
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    Yo, troglodita perteneciente a la raza de los narradores irlandeses que crearon los cuentos de hadas, iba por fin rumbo a las grandes aventuras.
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    Menuda estampa debía de hacer: un jovencito pelirrojo de mandíbulas prominentes, cubierto de pecas, con una sonrisa de medio lado y ataviado con la ropa de obrero más desastrada que se haya visto jamás.
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    Ya entonces soñaba con hacerme escritor: escribiría grandes relatos y mi nombre aparecería en todas las revistas.
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    pensé en todos los meses que me había pasado trabajando por tres dólares a la semana y pagando dos por la pensión.
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    En cierta ocasión me dijo, mientras me daba una moneda de un cuarto de dólar: «La verdad, no me importa recibir algún golpe de vez en cuando, pero estoy segura de que Dios me está dando más de los que me tocan». Recordar sus palabras me hizo pensar en Dios con resentimiento. Entonces no era más que un embrión de poeta: aún me faltaba el sentido del humor.
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    Me pregunté por qué la gente era tan mala con los niños. Casi todos los que había conocido y a los que habían mandado del orfanato para trabajar en las granjas se habían acabado escapando, incapaces de soportar el trato que les daban.
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