Todo lo contrario. Es una bendición de Dios verlas desnudas. Pero siempre que les pagues o te paguen. Es lo mejor. ¿No estábamos juntos aquella noche, en Amberes? Habíamos reservado el Rigel. Nos quedamos solos con una docena de chicas que estaban bailando el cancán sobre las mesas. Al amanecer nos pusimos a hacer cuentas. Tanto las bebidas, tanto los platos rotos, tanto cada chica. Seis meses de paga. Estoy seguro de que no nos tacharon de tacaños cuando nos fuimos. Para mí, las mujeres de verdad son las que están encerradas en aquellas jaulas del Tardeo. O las de Yokohama, sentadas en banquetas en los escaparates; las de los burdeles populares de Fu-Chu y las de las mugrientas casas de Massawa. Recuerdo una choza de bambú, a catorce millas de Colombo. La cingalesa, que andaba desnuda a gatas, mostrando sus maravillosos dientes amarillos. Una esterilla en el suelo, un cántaro con agua, una astuta mangosta para las cobras, un basilisco con los ojos de colores para los mosquitos y unas hierbas que ardían constantemente para ahuyentar con el humo a los escorpiones. Tumbado boca arriba, destrozado por las guardias, la humedad, la bebida y el cuerpo de la mujer que dormía junto a mí, miraba el techo de caña. Había un escorpión abotargado, presto a caer entre mis ojos. Lo veía, pero no podía moverme. Me dormí. Siempre he aborrecido esas manidas palabras: «Déjame, no quiero… Dime primero que me quieres, que nunca me abandonarás». Y cuando has terminado, no poderte marchar enseguida, estar obligado a consolarla, como si le hubieras dado una paliza, como si la hubieras ofendido. Me dan náuseas