Maurice Ravel era de la raza de esos exploradores de lo invisible a quienes Proust ha sabido seguir la pista, a quienes ha cercado con palabras precisas allí donde hasta entonces sólo habían podido llegar las siete notas del teclado. Esas siete notas que son siete palabras enmascaradas; siete palabras que contienen todas las palabras de todas las lenguas; siete palabras apretadas unas contra otras, parientas unas de otras y, sin embargo, distintas como hermanas; siete palabras que sólo llegan a encenderse prendidas en el silencio como las estrellas en la noche; siete palabras que carecen de significado mientras carecen de cierta ordenación; siete palabras que se unen sucediéndose y cada una de las cuales no alcanza su completo valor sino por transubstanciación, al borrarse volviéndose pura alusión a las demás; siete palabras que acaban entonces por ser una sola: quizá la de los ángeles