Había un núcleo, una especie de gema de malevolencia detrás de su taimada sonrisa, detrás del tejido mítico con el que los años le habían ido revistiendo. En esos mitos suplantaba al diablo, a los monstruos de garras y colmillos que habitaban las tinieblas de la infancia. «Como no os portéis bien os entregaré al viejo Hardin», decían las madres a los hijos. «Será mejor que te duermas –les advertían por las noches–. Si no hacéis caso, se colará por la ventana y os raptará de un modo tan silencioso que ni nos enteraremos». Su espíritu vagaba en la noche, hacía crujir las ramas próximas a las ventanas, sus secuaces fantasmales se agazapaban en la espesura donde no llegaba la luz del porche.