Catalina Aguilar Mastretta

No me acuerdo en qué tiempo, pero en uno pasado, era el amor de mi vida, el viejo de mi vejez, el papá de los hijos que no tengo. Era el agua de mi propio aliento y la memoria que tiene mi piel

Pequeñas
grandes erosiones que terminan por desaparecer el pedazo de tierra en que
habían clavado su bandera y declarado su espacio.

Ése es el precio de vivir con alguien, de estar dizque enamorado: tener que lavar un vaso sólo para ganar el pleito de la mañana, un pleito que sólo es pleito entre esas dos personas dizque enamoradas.

patadas de ahogado a babor y a estribor, hasta que logré que Emiliano me dijera enferma, dañada, cabrona y otros insultos más políticamente incorrectos que había aprendido en su colegio pijo y de los que sí se puede hacer un recuento a la amiga de la amiga sin dar más explicaciones.

Aunque no eran horas, fui a la cocina a hacerme unas quesadillas, porque hay pocas cosas en el mundo que unas tortillas de harina no puedan curar.

Emiliano siempre decía cosas así, como al pasar, para que quedara claro que detrás de lo que decía había un pensamiento profundo, uno que su interlocutor tenía que poner trabajo en desentrañar.

Me molesta este hombre cuando lo reconozco. Hace rato que lo vi, me gustó. Es mi influencia sobre él lo que no me gusta. No me gusta la versión de él que aparece cuando yo aparezco.

Me parecía una mediocridad de su parte ser un mal papá y una mala pareja por algo así. Tan simple.

Pero nací donde nací, y aquí la cosa es buscar a los hombres sólo para cubrir necesidades físicas y emocionales, mantenerlos tan lejos de una dependencia monetaria como sea posible, para que así uno pueda echarlos en cualquier momento. Claro que —en este momento— esa teoría me está fallando.

Qué maravilla ser niño y hacer lo que a uno le dictan los sentidos sin preocuparse de parecer loco