Me inclino a pensar que esa necesidad de registrarlo todo también fue, para los escritores de mi generación, una respuesta a la creciente conciencia de una palabra siempre amenazada por la manipulación, que podría englobarse en las tácticas ultramodernas de la guerra biológica. Lo que presenciábamos y vivíamos en nuestras carnes se negaba y desfiguraba. Nuestra memoria colectiva estaba sujeta a una doble presión y se atacaba desde dentro y desde fuera, con ese lenguaje político que Orwell describía como «diseñado para hacer que las mentiras parezcan verdades y el asesinato una acción respetable, y para dar al viento una apariencia de solidez».