Bernhard pertenece, en grado eminente, a esa clase de escritores para los que es muy difícil encontrar una imagen de portada (y de hecho, en Suhrkamp, sus novelas siempre han tenido portadas tipográficas). Es como si su fuerte idiosincrasia se extendiese al reino de las figuras, rechazándolo. Por fin, la elección cayó sobre un Spilliaert: un muro largo y de escasa altura detrás del cual se expande un cielo amarillo-rosáceo y, a un lado, se perfila un árbol de densas ramas secas. No hubiera podido decir por qué esas imágenes me parecían adecuadas para El origen, libro ambientado en Salzburgo, ciudad barroca infectada por el nazismo y la mojigatería. Pero no quedé insatisfecho. Dos años más tarde tocaba el segundo volumen de la autobiografía, El sótano. También esta vez me fijé en un Spilliaert: varios troncos, desnudos, sobre un terreno despojado. Después llegó el momento del tercer volumen, El aliento, y fue otro Spilliaert: un gran árbol que se recortaba, con muchas ramas secas. A estas alturas se había creado una complicidad y una alianza secreta entre la autobiografía de Bernhard y los árboles de Spilliaert. Para el cuarto volumen, El frío, en la portada aparece otra vez un Spilliaert: una avenida en invierno, bordeada de árboles con las ramas secas. Llegados al último volumen, Un niño, volví a sentirme un tanto inseguro. Quizá no encontraba otros árboles en Spilliaert, pero al final la elección recayó de todos modos sobre un cuadro suyo: mostraba algunas cajas de colores, apoyadas una sobre otra. Era una portada extrañamente adecuada para ese libro, con algo infantil e incluso alegre, sin razón y sin necesidad de recurrir a la figura de un niño.