En el aeropuerto, mi hermana me dio un largo abrazo y me dijo al oído: «No tardes en volver, Griselda». Nunca me llama Griselda, siempre Gris. Sabe que odio mi nombre. No sé si lo hizo para dar solemnidad al momento o para provocarme y que no me olvidase de que, como buena hermana pequeña, siempre la llevaré conmigo, a punto para chincharme.