Aquella Shirley Temple del mundo animal no defraudó las expectativas. Los humanos estamos programados para sentir el impulso de alimentar a cualquier cosa que tenga rasgos neoténicos (lo que en el caso de nuestra especie se traduce en que tenga el aspecto de un bebé); a saber: frente ancha y abultada, ojos grandes y más bajos de lo normal, y mejillas redondas y pronunciadas. Se trata de una póliza de seguro neuroquímica destinada a garantizar que cuidamos adecuadamente de nuestros bebés, dado que estos adolecen de una inusual vulnerabilidad; esta última, a su vez, es consecuencia de nuestro gran cerebro, que requiere que el nacimiento se produzca en una fase de desarrollo temprana con el fin de permitir que nuestra cabeza, relativamente enorme, salga de forma segura por el canal del parto. Se trata de un impulso muy arraigado, pero algo impreciso, de modo que respondemos con cariño incluso ante objetos inanimados que exhiban vagamente esos mismos rasgos, como, por ejemplo, el Escarabajo de Volkswagen