Un año después, me premiaron en el periódico. Tras la entrega de premios, habría una fiesta. Cuando llamé a Miguel para contárselo me dio la enhorabuena tibiamente. Acto seguido, me dijo que se había levantado con dolor de espalda, que estaba empezando con una de sus frecuentes lumbalgias. «Pero me hará mucha ilusión ir contigo a la entrega de premios», añadió. Efectivamente, fue, pero cuando el acto terminó y llegó la hora de ir a la fiesta, su actitud cambió. «No creo que pueda aguantar, me está empezando a doler más, he hecho de tripas corazón para acompañarte, ¿vendrás pronto a casa? Yo te cuido y tú me cuidas, ¿no?», me dijo. Me molestó muchísimo su actitud; era mi noche, yo quería estar en la fiesta. Sentí rechazo hacia él, pero también empecé a preguntarme: ¿acaso no me estaré entregando lo suficiente?, ¿estaré siendo egoísta? Tenía la sensación de que él no quería que me quedara, que estaba utilizando una excusa, pero ¿cómo podía pensar algo así de él? Mucho menos podía planteárselo. Ya no tenía claro quién era yo, ni cuál sería el comportamiento correcto, por lo que me creí las mentiras de Miguel. Como en una partida de ajedrez, había matado a la reina. Decidí ir a la fiesta, saludar, disculparme por no poder quedarme e irme a casa a cuidarlo. Jaque mate.