puede haber flor sin abono, sin sol, incluso sin tierra, pero no hay belleza sin intención, germen o brote que la inspire. Y aunque sea la casualidad —en forma de pájaro, insecto o brisa— la que ponga esa semilla, es el buen jardinero el que sabe dónde enterrar el bulbo, la raíz o el esqueje, el que sabe cuánto sol o agua, cuántos nutrientes, cuánto cuidado o abandono merece y necesita cada planta para que crezca, florezca, se abra y exhiba y la podamos cortar y llevárnosla a casa para que adorne la estantería y llene nuestros ojos.