Fue Tomás Zerón de Lucio, director de la Agencia de Investigación Criminal, el responsable de conducir una pesquisa que desbordaba incoherencias desde el principio: los nombres de los asesinos confesos y las escenas de crimen fueron cambiando uno a uno, pero el eje de la versión oficial permaneció inamovible. Tanto el gobierno estatal como el federal tenían prescrito el final del caso: esa misma noche los 43 estudiantes habían sido quemados. No importaba quién fuera el nuevo asesino confeso, el final siempre era el mismo.