Mariana Ruiz Johnson

El comienzo de un dibujo suele ser una esperanza.

El año como una hoja en blanco que la espera. (La entrega es un ejercicio que practica hace tiempo).

La madre, joven y rubia, está lejos, a doscientos metros: una distancia que en la ciudad no se hubiera permitido. Una distancia que supera la distancia de rescate. Piensa si habrá delegado en ella el cuidado momentáneo de sus hijos. ¿Cuántas veces creemos que la maternidad es algo que nos une a otras mujeres y damos por hecho que una madre siempre es mamá de todos los niños?

Cuando hablamos de mortalidad hablamos de nuestros hijos, dice Joan Didion, que perdió una hija y sobrevivió para contarlo.

En un ensayo que se llama “Ser abuela”, la antropóloga Margaret Mead escribe que “necesitamos tener al alcance tanto a los abuelos como a los nietos si queremos convertirnos en seres humanos completos.

Un niño está diseñado para sobrevivir. Cuando un niño está cansado, o tiene hambre, o está incómodo, usará todo lo que tenga a su alcance para que los mayores se hagan cargo.

En una casa de dibujantes se convive con recipientes que contienen viruta y pigmento, con cajas de luz, circulómetros, cepillos que barren reminiscencias de la goma, las minas, los plumines, las estilográficas, la tinta china a la perla.

Las vacaciones son una posibilidad de mirar con distancia las rutinas y proponer nuevas.

Mira todo como si fuera a dibujarlo. La ventanilla del auto es siempre un límite, un borde para una composición. Su mirada no resiste la lectura de contornos, contrastes y formas. Compone cada escena como si fuera un cuadro. Lo mismo hace con los espacios, los lugares que habita, las personas que la rodean.

voz del dibujo es propia, es de base, pero también hay algo que se adquiere, se contagia.