Alguna vez había sido joven y rebelde y se había embarcado sola hacia América. América es un decir, porque había llegado a nuestro Aldao chato y pequeño, ella que había vivido en Torino y en Milano, ella que en sus horas de dicha había consumido la vida como una vela encendida por los dos cabos. Desde aquellas ciudades devastadas por las bombas había venido a estos campos de maní, tanques australianos y molinos. No encajaba. Simplemente no encajaba, pero lo peor que podía pasarle era volver derrotada a su Piamonte. Carcomida por el vino, hecha piel y huesos, con esa sed infinita, su gente reclamándole por cartas que regresara, que pusiera fecha y le mandaban dinero para el pasaje, se fue quedando, sin embargo, en la indecisión propia de quien no sabe ya qué hacer con su vida o quizá no quiso volver a ningún sitio porque conocía demasiado las ventajas y perjuicios de allá y de acá. Tuvo la virtud de evitar el melodrama sin ocultar el dolor, lo que no es poco, pero igual lo que no era posible evitar era la soledad que la abatía cuando volvía a su pieza sola, casi siempre sucia, esa habitación que era como un depósito de muebles, la botella de vino o la damajuana siempre al alcance de la mano.